Pedro Pablo Abarca de Bolea
y Ximénez de Urrea,
X Conde de Aranda (1719-1798)


Víctima de una leyenda negra tan reaccionaria como falsa, el conde fue el español más importante de su tiempo y un ejemplo de hombre de Estado



Es falso que fuese masón; ni que fundase la masonería española; falso es que expulsase a los jesuitas; que fuera «impío y enciclopedista», falso, también. Acaso ninguno de los grandes españoles de todos los tiempos haya recibido más calificaciones aviesamente dirigidas a minar su reputación: y eso mismo da la medida de su grandeza.

Nació en Siétamo y murió en Epila. En sus casi 90 años de vida fue, ante todo, un militar de vocación, notable artillero e ingeniero. No serán muchos quienes sepan cuánto deben al Conde las Reales Ordenanzas de Carlos III; ni que fue él quien trajo la Marcha granadera que es, ahora, el himno nacional español.

Una biografía oficial y apretada, que sólo tuviese en cuenta lo más llamativo y esencial de su figura nos diría que fue embajador en Portugal, director general de Artillería, embajador en Polonia, capitán general, virrey de Valencia, presidente del Consejo de Castilla, capitán general de Castilla, embajador en Francia y primer ministro del rey Carlos IV. Injustamente vituperado por Menéndez Pelayo, que lo juzgó con palabras extremadamente duras sin conocerlo más que muy por encima, desde el siglo XIX ha sido don Pedro Pablo receptáculo para todos los denuestos del pensamiento reaccionario español. Pero ¿verdaderamente cabe aceptar tales acusaciones en un primer ministro de Su Católica Majestad? ¿Cabe desconocer que no sólo no fue él quien expulsó a los jesuitas, sino que la Compañía de Jesús hablase de él con tanto cariño, por el cuidado que puso en que los expulsos -a quienes se hallaba vinculado desde niño, y fuertemente- no padecieran vejaciones ni incomodidades indebidas? ¿Impío un hombre que, por dos veces, obtuvo la Grandeza de España de primera clase, reuniendo veintitrés títulos nobiliarios, deseando ser enterrado en un monasterio como San Juan de la Peña?

Con pocos españoles y aragoneses se ha cebado la leyenda negra ultraconservadora más sañuda e injustamente que con él. Dio rango internacional a las fábricas de porcelana de Alcora, fundadas por su padre, en las que se jubilaban con sueldo entero -¡cosa inaudita!- los obreros ancianos; impulsó la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País, aportando sus propios dineros; apoyó las obras del Canal Imperial; intentó la navegabilidad del Ebro; introdujo plantas textiles en sus tierras de Epila; protegió a los artistas aragoneses y puso sus enormes rentas personales y su influencia extraordinaria al servicio de la modernización de Aragón, reino al que veía como víctima de un atraso secular.

Dispuesto siempre a apoyar la modernización de España de su ejército, su economía y su diplomacia, amante de la paz, que quiso mantener con Francia, profético ante los problemas de América, para la que propuso sabias soluciones autonomistas que nadie escuchó, su mecenazgo sobre cuantos aragoneses emprendedores llegaban a la corte hizo que los políticos e historiadores llegaran a hablar de un «partido aragonés» que lo tenía por corazón y por cerebro.

Guillermo Fatás


Publicado en: Beltrán, M. ; Beltrán, A. ; Fatás, G. (dir. y coord.). Aragoneses Ilustres. Zaragoza: Caja de Ahorros de la Inmaculada, 1983. p. 24-25.



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